lunes, 20 de febrero de 2012

Una visión poética de la comuna



Por: Jandey Marcel Solviyerte

Cada vez que se evoca a Manrique,  es lugar común hacer analogía directa con ciertas relaciones sociales,  que generalmente son distorsionadas en cuanto a los modos de vida de los manriqueños y cuyo objetivo intrínseco es crear un estigma, un rótulo, una margen, una deformación de lo que es en sí misma la vida de la comuna.

Ilustración Andrés Sánchez
No seré partícipe de esa postura que no profundiza en la realidad social de un espacio que, si bien entre dificultades de todo tipo se ha creado y se ha mantenido, también es cierto afirmar que las dinámicas sociales que en él se practican de manera cotidiana, además de variopintas, poseen toda una carga de belleza que solo aquel que puede adentrarse en el corazón del pueblo logra disfrutar, al tiempo que conoce a fondo la realidad que este habita y comparte desmesuradamente.

A Diego Edison Echeverri Marín, el estudiante de filosofía, lo conocí en el 2004 cuando departíamos algunos tintos “…y otras hierbas aromáticas” en la Universidad de Antioquia. Su actitud tranquila le daba el aspecto de hombre sencillo y meditabundo, que escasea a menudo en un mundo de ruido incesante. Una vez lo vi jugar al fútbol y era un hombre distinto; el aire de pasividad de quien no lleva apuros, propio de su ser a diario, se había trocado en una animalidad activa, al punto que todo aquel amigo que lo veía se sorprendía de la agilidad con que avanzaba por el territorio de los rivales, junto al manejo mágico de sus pies con la pelota.

 “Este Dieguito se las trae”, decían algunos que no podían relacionar al hombre lento, pensativo, con el deportista ágil y enérgico.

Jugar fútbol era uno de los deportes que practicaba por aquella época y que sé que aún practica; otro, al que era más asiduo en esos días, fue el de caminar. De manera rotunda el salvajismo del modelo económico imperante hacía que Diego, al igual que muchos otros, caminara a diario desde Manrique, en la terminal de Trasmayo, hasta la universidad, recorrido que hacía a la inversa en las tardes o principiando la noche; esto, cuando no se quedaba con los amigos en medio de alcoholes hasta la madrugada, haciendo más peligroso el camino de regreso a casa. Así hizo su carrera, a pie, caminando como todo hombre que asume su postura sobre la tierra.

Quienes decían que Dieguito se las traía no andaban equivocados. Desde joven fue no un amante, sino un cómplice de la lectura, lo que lo llevó sin duda a contar sus propias historias, quizá su odio o su lamento. Además de artículos de carácter filosófico y literario, Diego Echeverri es un poeta en el sentido amplio de la palabra. Su libro inédito “en sepia” (así, en singular como es él), fue finalista en el IV Concurso nacional de poesía José Manuel Arango; y aunque esto no lo acredita como tal, su poesía sí lo hace, trayendo a las manos del lector todas las sensaciones de un hombre de pensamiento profundo que habita al fondo de la comuna; de una belleza que, como se planteó al principio de este escrito, nos muestra vívidamente el dolor y la alegría de un pueblo que se debate entre el anonimato y la miseria, sacando a diario lo más hermoso que posee, en ofrenda a la vida, como un sello de dignidad y de perseverancia.

La comuna retratada en palabras, el oro limpio de las palabras que, como orfebre, ha venido puliendo desde dentro uno de sus hijos, un vecino de las calles de Manrique, tantas veces asaltadas por las balas, la indiferencia y la mezquindad.

Texto publicado en la edición 6 Color Local

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