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lunes, 16 de enero de 2012

Una vida a cuatro bandas

A propósito del Torneo de billar  de la comuna

En Manrique el billar ha sido el espacio para el encuentro de varias generaciones de amantes del mítico juego, del tango, de la salsa, de la bohemia, de la noche, de la locura.

Por Carlos Andrés Orlas
Fotografía: Guillermo Ospna

Ilustración Andrés Sánchez
Según el cantautor francés Manu Chau, en la canción que le dedica a Maradona,  “la vida es una tómbola”. Yo diría que es también una carambola, un choque de fuerzas, una fricción energética y azarosa que impulsa el rodar y rodar de las bolas.
A los diez años di mis primeras tacadas, allí aprendí a medir la fuerza y a “probar finura”. Rememorando esto es que me permito dar unas disertaciones sobre el billar.
Me figuraba el juego como una mezcla de música, vibración,  tacto y estilo,  que es todo lo que hay en una carambola bien tacada. Cuando jugaba me sentía pleno, lleno de vitalidad y con cierto hálito de malevaje, producto del ambiente bohemio que tienen los billares, donde mecánicos, obreros, campesinos,  bandidos, ex presidiarios, y algunas mujeres, tararean un mismo tango, una misma salsa.
Los billares son el lugar donde el pueblo bebe, juega, canta y conversa entre el tas- tas de las carambolas. En estos lugares siempre me he encontrado con cierto ambiente alegre, libre, como de plaza de mercado olorosa a tierra. En Bello Oriente, por ejemplo, las mesas de billar comparten espacio con las galleras, legumbrerias y cantinas campesinas.
Todos arriban al billar en busca de una feliz tacada (una carambola bien hecha produce plenitud). Jugar billar es poner a rodar la vida en una bola, olvidarse de que mañana hay que hacer algo, viajar con una bola en cuatro bandas, explanarse en la infinitud de la mesa con sus múltiples posibilidades, incluso jugar al azar.
Aunque el billar no es un juego de azar sino más bien un arte de la precisión y el cálculo empírico.
El billar tiene magia, poesía, color, olor, sonido y tacto. Eso sentía cuando cogía el taco y me lanzaba a hacer carambolas. Jugaba chicos (o pierde y pagas) con grandes, me “mareaba” cuando me estancaba en el fichero y me extasiaba cuando avanzaba. Así es el billar: una apuesta por la precisión; una carambola es el resultado de una reflexión donde cuerpo y mente se conjugan en una sola fuerza que impulsa la bola, que es decir también la vida.

 


Entre el 17 y el 18 de septiembre se celebró en Manrique, en el billar Locuras, la final de un torneo en cuyas eliminatorias participaron billaristas de Bello Oriente, Manrique oriental, El Raizal y Versalles. Allí se desplegó la fantasía de los billaristas entre la modalidad libre y tres bandas. Experimentados jugadores de la comuna compitieron en cuatro vueltas o eliminatorias a muerte súbita.
En la final se enfrentaron  cuatro jugadores en dos llaves,  a muerte súbita en una sola partida. Los dos ganadores disputaron la final y los dos perdedores el tercer y cuarto puesto.
Los ganadores se llevaban como premio un taco profesional, sudadera, chaqueta y morral. El primer premio en la modalidad libre fue para Juan Castrillon y en Tres bandas para Pablo.



domingo, 9 de octubre de 2011

Desplazamiento Forzado en Colombia

Por Carlos Andres Orlas

“…eso me calienta el corazón y me da más fortaleza, para seguir luchando y hablar en estos escenarios...”
Ana Fabricia Córdoba
Q.E.P.D.

Desde aquí, en Bello Oriente, me permito esta reflexión sobre la catástrofe humanitaria del desplazamiento forzado, el mismo que tiene a muchas familias de nuestros barrios haciendo “el recorrido”, desconectadas de los servicios públicos, humillados, ofendidos y hasta asesinados por exigir vida digna.

En pleno siglo XXI, nuestro país sustenta las cifras más altas de desplazamiento forzado en el mundo: según la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento, CODHES, ya son más de 4 millones de personas desplazadas de sus hogares por el conflicto armado (y que sobreviven como refugiados internos o como exiliados en el exterior). Estas cifras nos ponen por encima de Afganistán, país en guerra declarada y ocupado por ejércitos internacionales.
Tantas han sido las víctimas de la violencia y del despojo en Colombia que la historia no alcanza a nombrarlas. Recién aprobada la ley de víctimas que promete restituir dos de las cinco millones de hectáreas de tierra arrebatada a los campesinos[1], el desplazamiento forzado sigue estando al orden del día. Es preciso decirlo: no puede haber ley de víctimas en un país que sigue en conflicto, produciendo víctimas, lo que está sucediendo con esta ley es la legitimación del despojo.

Colombia sigue siendo entonces, aún con ley de víctimas, territorio de despojados, territorio en violenta disputa. Los barrios altos de Manrique están poblados por familias víctimas del desplazamiento forzado, a ellos continúan llegando refugiados de los campos, familias que buscan un renacimiento en las periferias de las grandes ciudades. Estas familias asentadas en Bello Oriente, La Cruz, La Honda, Versalles, San José la Cima y Maria Cano Carambolas , entre otros, tienen que crear en medio del desamparo y la marginalidad una suerte de nuevo mundo, tejer otras solidaridades y batallar contra la injusticia que pretende condenarlas al ostracismo, la miseria y la muerte.
De una cosa era muy consciente Ana Fabricia Córdoba, en cuya memoria escribo este texto, y es que antecedidas por una historia de desplazamiento forzado del campo, las luchas por la justicia y la vida digna desde la periferia urbana están atravesadas por la memoria del despojo agrario y las múltiples violencias contra el campesinado.
Tal como lo relata Alfredo Molano, en su columna titulada Considerando en Frío, publicada en el periódico El Espectador, Desde hace medio siglo se desenvuelve una estrategia para borrar de nuestra geografía a un personaje histórico: el campesino. Parecería gratuita, parcializada y exagerada la conclusión, si no fuera por los 300.000 muertos de la primera violencia, los millones de refugiados —nunca registrados— que ocasionaron esos asesinatos, los cuatro millones que hoy deambulan de semáforo en semáforo, los millones de campesinos que se han escondido entre la selva obligados a cultivar coca, los que han muerto en esta guerra que día a día aumenta… Son los campesinos —colonos, indígenas o negros— los que llevan del bulto: ponen los muertos, las viudas, los huérfanos y las tierras”.
Queda por reiterar la importancia de la memoria en la búsqueda de otros mundos posibles; no es con leyes dictadas desde arriba que podemos solucionar el conflicto social y armado, sino con procesos emprendidos y caminados por las propias comunidades. Ana Fabricia murió multiplicando la voz de sus compañeras acalladas, reclamando la verdad y la justicia en los territorios más inhóspitos, sembrando la paz en las conciencias más ardidas, oponiendo coros de alegría frente a la muerte que asecha, cultivando la solidaridad donde otros edifican el culto al ego, al poder y a la dominación armada. 
Cantemos con Rubén Blades: ¡prohibido olvidar!





[1] Dice Reinaldo Spitaletta en su columna del 13 de junio en El Espectador que “en rigor esta ley parece redactada en buena parte por los victimarios”. Ver:  http://www.elespectador.com/impreso/opinion/columna-277352-el-crimen-de-ana-fabricia

 

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