martes, 18 de octubre de 2011

Vidas Prohibidas

Por Joni Alexander Restrepo


Uno de los efectos más inhumanos que ha generado la violencia es el desplazamiento forzado. Miles de familias se han visto sometidas por el mal poder, arrebatando a las semillas de su cuerpo la posibilidad de sembrarse y cosecharse en un ambiente más sano y limpio como el campo; ahora las familias tienen que sembrarse y cosecharse de nuevo, pero en otro ambiente, donde el afán y la competencia perduran como el humo que se respira.

  1.
“Me mataron a mi marido, por un falso positivo. Ellos llegaron a las seis de la mañana y lo sacaron de la casa, en frente de mis hijos lo aporrearon, él se iba a volar, pero le dijeron que si se volaba llevaban del bulto los niños, y se quedó… a otros dos señores también los sacaron de las casas. Esa fue la tercera vez que me desplazaron”.
Ilustración: Luisa Brisa
Es así como Marta Guerra,  actualmente habitante del barrio Bello Oriente, lleva seis años en Medellín desde que la desplazaron por última vez.
La primera vez fue en 1998, cuando vivía con su marido y su hijo en el barrio la Honda, desplazamiento al que se refiere como “bueno” porque esta vez los militares no le mataron al marido: “en ese tiempo el que más corría peligro era el hombre, por eso es que él se fue unos días, y como yo quedé sola en la casa me decían que seguro él debía algo, entonces me quitaron todo, me amenazaron y me dijeron que me fuera también”
De allí salió hacia Argelia, oriente antioqueño, en donde se reunió con su marido, quien en el año 2005  sería asesinado y Marta obligada a regresar a la ciudad, viuda, con sus dos hijos.
Sin humanismo nos sacan de las casas, como si fuera prohibido tenerlas y habitarlas, nos arrebatan de la tierra, del mundo, y la vida parece que es prohibida en donde las armas son legales para llevarnos a la muerte.

2.
A petición de la señora entrevistada omitimos su nombre en el presente relato:
“Teníamos la tierrita a dos horas de Machuca (Segovia, Antioquia) donde trabajábamos minería y siembra; mi esposo trabajaba con un motorcito sacando oro corrido y beta, con eso y la siembra nos ganábamos la comida. Sembrábamos plátano, yuca, maíz, maderas,  también de eso sobrevivíamos”.
El 14 de febrero de 2001 un comando de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) sacó al esposo de la casa, junto con otros siete campesinos del mismo pueblo. “Mi niña tenía trece años, casi se enloquece, se fue pa`l monte  ¡ma` no me traiga a mi papá que no lo quiero ver muerto!”, decía.
Su esposo era un líder en esa región, presidente de la Junta de Acción Comunal, que buscaba empleo para la gente en empresas como Ecopetrol.
Después de eso para ella no justificaba quedarse, porque no había futuro. “Por ahí de rancho en rancho, primero llegué donde la familia, pero usted sabe que la familia es cosa seria, los primeros días mientras económicamente todo estuviera bien no habían problemas, pero desafortunadamente todo gira alrededor del dinero y cuando habían falencias económicas ya habían problemas.”
Con los hechos citados y las diferentes experiencias empezamos a enfrentar y reconocer la realidad, a sensibilizarnos por ella y a ser sujetos de transformación en el reconocimiento de nuestro ser como parte de esa realidad.

3.
Así lo asume el joven Alexander Zuleta, habitante del barrio Versalles, quien en 1998 vivió de cerca la detonación de la carga explosiva con la que el ELN voló el oleoducto Central de Colombia, ubicado también en el corregimiento de Machuca: “tuve un cambio de percepción. Antes era indiferente a lo que le sucedía a la gente, no me importaba, después de eso empecé a tener una postura más crítica, un cambio de mirar las cosas, la realidad, tuve un estigma hacia los grupos armados, hacia lo militar, no me interesó ser parte del militarismo. En cambio sí me llamó la atención el periodismo, muy curiosamente de niño uno veía los helicópteros, la prensa, los periodistas, siendo una de las causas para mi motivación a estudiar periodismo”, según relata.
La tierra nos ha querido dar de su fruto sin pedir nada a cambio, pero es obvio que también nosotros le debemos nuestro fruto a ella. Nos hemos equivocado, pues no tenemos que quitarnos nada, ni quitarle nada a nadie para darlo: somos nosotros los que nos tenemos que entregar a ella, pues ya ella nos pidió cuando se nos dio, la vida y la tierra se afirman con la esperanza de su innegable unidad.

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