Por Bibiana Ramírez
Cuando escuché hablar de La Lora por primera vez, imaginé a un hombre jocoso, alegre y aventurero, pues la única indicación que me dio un amigo era que vivía en un carro, en Palos Verdes. Su nombre de pila es Hernán aunque todos lo conocen como La Lora.
En una primera conversación muy corta en el bar Manrique, me dijo que lo podía encontrar a la hora que quisiera por esos lados. Días después, cuando iba a hablar con él, lo encuentro caminando por la 45, en busca de maíz para alimentar las palomas, que cada vez aumentan, ya son más de cien.
La Lora es un amante de la vida, celebra cada momento de su existencia y a
sus 78 años de edad, recuerda cada acontecimiento de su rodar por la tierra.
La Lora ha estado rodeado de carros desde los 18 años. Empezó a manejar una camioneta. Se ríe cuando me dice que la patente (privilegio para conducir) le costó 65 centavos. Pide dos cubos de azúcar para el tinto que disfruta todos los días. “Empecé en Manrique, no había esas trampas de calles, la carretera era doble. Antes la carretera era muy buena, esto de ahora no alcanza a durar 50 años porque es desechable”.
Su padre tenía una finca en Fredonia. Sus hermanos se casaron y algunos se fueron para Estados Unidos. Él fue el único que quiso quedarse en Manrique, su lugar de nacimiento, en una casa grande sobre la 45. Dice que fue la oveja descarrilada de la casa (se ríe a carcajadas). Conducía una escalera, una Chiva de cuatro bancas por Manrique, cuando la carretera era destapada y estaba el tranvía. El paso llegaba hasta donde hoy es el museo Gardel, porque había una quebrada sin puente.
En 1942 conoció a Tulio Arbeláez, dueño de la Cooperativa de Transportes Tulio Arbeláez, el primero en darle trabajo. Empezó manejando una escalera de nueve bancas, que apenas salían al mercado. La cooperativa tenía contrato con Telsa, la industria de textiles que ya desapareció, para recoger a las trabajadoras todos los días y llevarlas hasta la América, donde quedaba la industria. “A las 4 de la mañana arrancábamos desde el teatro, bajamos por aquí recogiendo, luego a Boston y llegábamos a Telsa. Teníamos que estar allá faltando cinco para las cinco de la mañana. Todas mujeres, yo era el único hombre”. Ahí trabajó doce años.
Su espíritu aventurero lo cuestionó y decidió irse para Venezuela, a los cuarenta años, manejando carros grandes. Llegó a Caracas a vender mercancía. Vivió ocho años en esta ciudad, contento y conociendo otro mundo nuevo, el del mercado, los contactos, la parranda. Recuerda que allí vio por primera vez los buses de dos pisos y no veía cableados por los aires, sino en el suelo, cosa que le sorprendía.
Regresó de Caracas directo a Barranquilla. Siguió vendiendo mercancía, pero esta vez de contrabando. Compró un carro para salir de fiesta, ganaba buen dinero y no le faltaba nada. Sin embargo, no era capaz de quedarse en un sólo lugar tanto tiempo, en Barranquilla llevaba seis años y decidió irse a Valledupar. El carro lo dejó para que la intemperie hiciera con él lo que quisiera, “lo dejé podrir por allá”.
Pasó a Panamá, la ciudad que más le gustó “por el viento y el mar tan bonito que había”. Se quedó allí ocho meses. La Lora reconoce que ha sido muy andariego y muy “loco, por eso es que no tengo plata”. En todas las ciudades dejaba novias. Nunca fue a la escuela. Aprendió a leer y a escribir en la calle “mi escuela era la vida y mi maestra fue una pizarra que cogí por diez días”.
Regresó a Manrique para quedarse. Manejaba buses hacia Turbo. Conoció a una mujer con la que vivió 35 años y tuvo hijos. Ella después se fue para Estados Unidos, “le picó ese sueño americano”. La lora, muy decidido, le dijo que si se iba, que no volviera. Ella vendió la casa y se fue. Él quedó solo.
Después de estar viajando por las carreteras, pasó a un taxi en la ciudad, volvió a sus inicios, rodar por la ciudad que lo vio crecer. Llegó el momento en que se cansó de manejar y se dedicó a cuidar carros en un parqueadero, en Palos Verdes, donde está su casa. Todos los días ganaba entre treinta y cuarenta mil pesos, suficiente para pagar un arriendo y alimentarse.
Con la llegada de Metroplús, cerraron el parqueadero, porque está al frente de la 45. Se fue quedando sin con qué pagar el arriendo y tuvo que habitar en uno de los carros abandonados, que nadie reclamó. Hace ya un año se trasladó a vivir allí.
Es un carro rojo, con unas tablas que puso entre la banca de adelante y la de atrás y encima una colchoneta. Támbien un fogón de gas donde cocina sus sancochos y sus fríjoles. Le gusta el tango y tiene muchos casetes pero la grabadora está dañada para escucharlos. No le falta la imagen del señor de la misericordia y una mujer en un afiche en vestido de baño.
Todos los días camina, en la mañana, a las cinco, lo hace solo, va hasta la Terminal del Norte. En la tarde, a las seis, sale con un amigo, entra a la iglesia, le reza al señor de la misericordia, su mejor aliado, su amigo lo espera y se van a conversar, luego llega al bar Manrique, juega billar y se acuesta a las once o doce de la noche. El transporte que más aprecia son sus pies, porque no se acaban sino cuando llega la muerte.
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